Hay una vergüenza de cara roja y mirada baja, de pálpito y manos sudorosas. Esa es la mejor de las vergüenzas, la que nace del darse cuenta de un error, del ver que no siempre somos como queremos ser, del reconocerse imperfecto ante los demás… Es la vergüenza del «tierra trágame», que nos moviliza para evitar volver a sentirla más.
Pero hay otra vergüenza, mucho más profunda, mucho más dañina; hay una vergüenza constante, permanente, que nace del pensarse indigno, insuficiente, defectuoso en comparación con otros. Es difícil verla desde fuera, esta no tiene cara roja ni mirada baja: esta supone creer que no tengo derechos, que no merezco nada, que no valgo tanto como otros, que todos se van a dar cuenta de quién y cómo soy en realidad… supone sentirse fuera, siempre fuera, de todos y de uno mismo. Excelentemente descrita en un gran libro que leí hace poco («Los rendidos; sobre el don de perdonar«, de José Carlos Agüero, hijo de militantes de Sendero Luminoso).
Esta vergüenza sólo lleva a dos posibles caminos: o la auto-exclusión de todos y de todo, o la negación enfermiza de cualquier posible error, la defensa irracional de todo lo que hago, el desmerecer siempre lo que otros hacen, el señalar continuamente las faltas ajenas; indicadores todos ellos de personas que sufren, que no están a gusto dentro de ellas mismas… que necesitan ayuda…