Aunque normalmente la palabra «duelo» se identifica con «muerte», la realidad es que elaboramos duelos por muchos tipos de pérdida. En concreto, a las personas de mi edad se nos acumulan los duelos cotidianos: por la juventud, por el cuerpo que antes teníamos, la forma física, por la salud (¡aquellos tiempos en los que no sabíamos lo que era la tendinitis y dormíamos bien cenáramos lo que cenáramos!), por las opciones que ya no existen, por el ideal de carrera que tuvimos en algún momento, por las oportunidades perdidas, por los sueños que no se han cumplido… en fin, por todo lo que fuimos, o lo que pudimos ser, y no somos.
Todos esos duelos los llevo bastante bien; conozco perfectamente las cuatro tareas del duelo de Worden, las explico en clase, no me asustan… Pero hoy me cuesta especialmente uno: el duelo por mis hijos-niños. Me miran como si estuviera loca cuando lo digo, pero ¡echo tanto de menos a esos niños que fueron! ¡Me reía tanto con ellos, les quería tanto! Me encantaría volver a verles, solo un minuto, tocarles, abrazarles, escucharles… Esos niños ya no existen, no pueden volver. En su lugar tengo tres adultos extraordinarios, pero… ¡qué duro, el duelo por lo que fue y ya no es!