Antes o después la vida nos da palos fuertes, a todos, y muchas veces nos da varios palos juntos; palos que nos dejan sentados en el suelo, atontados, que desordenan nuestros valores, nuestras creencias, incluso nuestra identidad.

Y tras los palos fuertes empiezan esos momentos en los que no vemos claro dónde vamos, quiénes somos ni quién nos acompaña. Todos tenemos momentos de oscuridad, de confusión, momentos donde quedan las energías justas para seguir respirando, y casi casi ni eso. No vemos futuro, no vemos salida, no vemos camino, no hay luz que nos guíe, y hemos perdido nuestros apoyos de siempre.

Yo creo que esos son los momentos vitales más preciosos, más preciados. Esos momentos en los que seguimos el camino en la oscuridad, en la duda o en el dolor, en los que andamos a ciegas, solos, con ganas infinitas de llorar… Esos son momentos de fe, no de razón. Fe en nosotros, en la vida, en un sentido final, o en los otros… sin un mínimo de fe, de confianza, no se soportan… pero seguimos andando a ciegas, a oscuras, concentrados simplemente en respirar…

Esos momentos pasan, terminan antes o después. Siempre terminan. Porque no son absolutos, aunque lo parezcan; sólo son un capítulo en nuestro libro. Sólo cuando terminan entendemos lo mucho que hemos crecido con ellos y lo fuertes que somos; el reto es fortalecernos sin endurecer el corazón, sin caer en el cinismo, en la amargura, manteniendo la sensibilidad, dejando abierta la posibilidad de recibir más palos.

“Nada de cuanto sucede es malo para el hombre bueno”, decía mi padre. A veces lo dudo, pero entonces respiro, y sigo andando en la oscuridad, hasta la siguiente luz, hasta el final del libro, porque sólo al final del libro entendemos el sentido y el por qué de esos capítulos.