No es fácil trabajar en la Universidad. No pocos días llego a casa preocupada, enfadada, decepcionada… por todo lo que se decide y se mueve «detrás» de lo que se ve. Varias veces he llegado a clase con la cabeza en otro sitio y con un profundo desasosiego sobre la calidad de lo que hacemos.
Pero en clase siempre ocurre la magia: por una parte, en clase el protagonista es el saber, el pensar y el disfrutar de pensar, el conocimiento, y la privilegiada experiencia de compartirlo y crearlo juntos. Por otra parte, en clase veo ojos limpios, ilusionados, con toda una vida por delante y unas ganas inmensas de dar lo mejor de sí. Mis alumnos son lo mejor de mi trabajo; las clases son un oasis en medio de un campo de batalla que a veces es muy feo y cruel.
Llevo más de 20 años dando clase, y cada año empiezo el curso entusiasmada, deseando conocer a los que durante un año serán «mis personitas», las más importantes en mi trabajo, los que dan sentido a lo que hago y me ayudan a sacar lo mejor de mí.
Hay críticas constantes a la juventud y sus defectos en nuestra sociedad; pero yo me siento privilegiada por trabajar en contacto directo con gente joven, con gente que comparte mi pasión por la psicología, con la gente que va a construir el futuro. Y me tranquiliza verles; tenemos futuro, hay potencial, hay calidad, hay talento, hay bondad. Mi gente joven, mis alumnos, me renuevan cada año la esperanza en el ser humano.