Siempre se me han dado bien las matemáticas. Me encantan. Me encanta que todo encaje, que todo cuadre, que llegues por el camino que llegues encuentres el mismo resultado… De hecho, estaba más que decidida a estudiar Ciencias Exactas cuando tenía 14 y 15 años (luego descubrí la psicología).

Pero voy viendo que nuestra formación en matemáticas no nos prepara para la vida. No por la tontería esa de «¿para qué voy a querer yo luego saber hacer derivadas?»… algún día escribiré sobre lo imprescindible del pensar por pensar y sobre el abuso de lo práctico como criterio de calidad del conocimiento….

Los problemas que aprendemos a resolver en matemáticas son muy distintos a los problemas que luego plantea la vida. En los problemas matemáticos siempre tenemos toda la información que necesitamos, sólo hay una solución correcta, y los distintos caminos que puedes seguir llevan todos a esa misma solución. En los problemas de la vida casi nunca tenemos toda la información que necesitamos, normalmente tenemos que arriesgar, hay un momento de salto al vacío, y no hay una solución correcta, sino que con cada camino que elegimos, con cada decisión que tomamos, creamos una realidad distinta, escribimos una historia  diferente en nuestra visa, y difícilmente se puede comparar con otras posibles historias que al final no hemos creado.

Por eso la vida es mucho más apasionante que las matemáticas  -¡que mira que me gustan!-. Por eso los problemas nos enseñan tanto sobre nosotros; por eso quien no afronta problemas no madura ni evoluciona. Benditos problemas.